[Esta crónica se publicó originalmente en la revista SoHo]
La isla negra
Esta es la historia de un barco que no navega. O sí, pero no en el agua. Un barco que antes de ser barco fue una casa en tierra firme. Y yo no sé si esta historia pudo haber ocurrido en algún otro lugar del mundo, pero francamente sospecho que no. Y sospecho que no porque aquí, en este pedazo de la costa chilena, nada concuerda con la realidad, nada es lo que te dicen. Por ejemplo, a ese mar bravo que tenemos enfrente y que todo el tiempo se arroja contra las rocas de la orilla, lo llaman el Pacífico. A este pueblo de aquí lo conocen en todo el mundo como Isla Negra, a pesar de que no es isla y que además no se llama así: el municipio se llama El Quisco pero al pueblo se le quedó el nombre de Isla Negra de tanto que Pablo Neruda lo usó para referirse a él.
Pablo Neruda desembarcó aquí por ahí de 1939, “cuando aquí no había agua potable ni electricidad”, dice. En Para nacer he nacido cuenta que para comprar una merluza había que recorrer cuarenta kilómetros, para una cerradura ciento cuarenta y para enmarcar un cuadro ochenta y cinco. “Una gotera es una tragedia en varios actos”, escribió. De ese entonces a la fecha las cosas han cambiado. Ahora El Quisco es una próspera comunidad turística de alrededor de 16 mil habitantes que es visitada en cualquier época del año por gente que viene de muy lejos solo para visitar la casa del poeta.
Esa casa de Neruda enamora. Originalmente era una casita de piedra que le compró a un viejo capitán español y con el tiempo le fue agregando secciones a su antojo. Como todo en Isla Negra, a la primera impresión engaña: por fuera parece una casa normal de playa de la clase media chilena, con techito a dos aguas, arquitos de piedra que complementan la construcción de madera y grandes ventanales, pero por dentro es innegablemente la guarida de un poeta. En la sala, que es una habitación acogedora con chimenea y vista directa al mar, está una de sus colecciones más queridas: sus mascarones de proa. Los mascarones son esas figuras antropomórficas que los barcos llevaban al frente un poco como ornamento, un poco como distintivo y un poco como amuleto. En otra parte de la casa hay un tablón de madera que Neruda rescató del mar para convertirlo en su mesa personal. Sobre la mesa, una reproducción de una mano de mujer que mientras uno la está viendo le cuentan que es una réplica de la mano de Matilde, su esposa, que a Pablo le gustaba mirar mientras escribía.
Un poco más al sur, en un pueblo que se llama Las cruces vive actualmente Nicanor Parra, un tipo tan difícil de clasificar que lo más rápido es hacer referencia a él diciendo que es el hermano mayor de la mítica Violeta Parra. Pero es injusto, porque además de eso, hoy a sus 99 años es el máximo poeta vivo de Chile y es un tipo deliciosamente impredecible. Cuando ganó el premio Cervantes en 2011 dijo en su discurso que sí se merecía el premio, pero por un libro que aún no ha escrito. Otro ejemplo: hace algunos años un grupo de estudiantes de Física fundó una revista literaria para entretenerse con algo distinto a la ciencia mientras acababan la carrera. Luego fueron a visitarlo con la esperanza de entrevistarse con él para hablar de sus poemas. Llegaron hasta su casa sin avisar y se hubieran regresado sin verlo si no fuera porque él, además de poeta es físico y matemático y no muy a menudo tiene con quien hablar de estas cosas, así que los recibió feliz, pero no los dejó hablar ni una palabra de poesía. Es por cosas así que es difícil imaginarse que esta historia hubiera pasado en algún otro lado. Porque tal vez lo único que sí es tal y como lo anuncian es el apodo de la región: el Litoral de los poetas.
La nave imaginaria
A este territorio fértil en fabulaciones regresó en el verano de 2000 Rodrigo Parra. Rodrigo había llegado por primera vez a El Quisco a los nueve años con sus padres. Aquí creció y de aquí salió para estudiar en Valparaíso, luego en Santiago. De una u otra manera acabó trabajando en publicidad, en el vértigo de las entregas, las citas, los clientes. Reloj, calendario, computadora, carro, departamento. Café durante la semana para aguantar, alcohol durante el fin de semana para no pensar. Una vida de lunes a lunes, con siete lunes a la semana. El día que no pudo más se arrancó el reloj de la muñeca y se despidió de él. No volvió a usarlo. De Santiago se devolvió a El Quisco, a una casa abandonada de su abuela. Ahí, usando materiales reciclados y sus propias manos fue siguiendo manuales franceses del siglo XVI para construir galeones, libros de maniobras de la Armada de Chile, revistas de modelismo y películas de ciencia ficción para transformar la casa en un barco en tierra, la Nave Imaginaria.
La Nave, tal y como está hoy, es una cruza entre una casa intervenida por Gaudí, un galeón antiguo y un vehículo intergaláctico que hubiera caído directo desde el espacio. Tiene 13.7 metros de eslora, es decir, de largo de punta a punta y 9 de manga, es decir, de ancho de costado a costado. Antes de entrar se ve un letrero en la puerta que advierte las reglas: 1) manos desocupadas, 2) el tour por el barco es guiado, 3) adulto responsable debe acompañar a sus niños a jugar, 4) luz de día. En un círculo atravesado por un sable se da a entender que no se permiten celulares, cámaras, mascotas, tacones altos. Si se aceptan estas reglas, se abre la compuerta.
Al franquear la puerta lo primero que uno se encuentra es un vado poco profundo surcado por un puente de madera y mecate que uno atraviesa tambaleando bajo la mirada expectante del capitán. Al llegar al otro lado, el capitán explica: ahora eres un prisionero voluntario y, más importante que eso, a partir de ese momento tú, yo y él, que tiene unos 43 años muy bien disimulados, todos nosotros, ya no somos adultos. Adentro de la Nave Imaginaria todos somos niños.
El ancla
“En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta. He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche”, escribió Neruda en Confieso que he vivido, el libro formidable donde reúne sus memorias. A tan solo 650 metros de la casa donde Neruda escribió esas líneas, veintisiete años después otra casa, originalmente cuadrada y de un solo piso, se transformaba en barco. Encima del piso original le creció otro, inclinado como la casa del tío chueco, colorido como ninguna de las casas que la rodean. Las paredes se le abombaron hasta que adquirió un aspecto como de pez globo. Le salieron velas, muchas velas, todas las velas de un Cutter Aurico.
Los vecinos, por no saber cómo reaccionar ante esa transformación, reaccionaron mal. Durante años se han quejado ante cada cámara de televisión que ha aparecido en el lugar y por cada reclamo real que dicen, meten frases que delatan un desprecio personal hacia el capitán. Al final nunca queda claro si se están quejando por problemas reales o por prejuicios contra “una persona que no trabaja, que está ahí todo el día”.
Ellos no parecen reparar en el detalle de que todas las cosas que ellos dicen del capitán se dijeron en su día del mismísimo Neruda, que hoy es un símbolo patrio incuestionable, pero en vida fue vilipendiado y perseguido. Neruda compró la casa de Isla Negra para escribir el Canto general, que fue probablemente la obra que le ganó el Nobel, pero lo tuvo que escribir en las buhardillas insalubres donde la gente lo escondía de sus perseguidores y eventualmente se vio forzado a salir del país cruzando los andes a caballo.
Los vecinos se quejan también del ruido que hacen los niños que visitan la Nave cuando juegan, pero omiten mencionar que cruzando la calle hay una primaria que probablemente hace el mismo ruido todos los días. Esa primaria por cierto, podría sumarse al listado de cosas que no son lo que parecen en Isla Negra: se llama Escuela Poeta Neruda y tiene un mural en azulejos donde se ve al poeta que consideraba su propia casa un juguete, pero a sus alumnos se les tiene prohibido visitar la casa-juguete que tienen enfrente.
Atendiendo las quejas de los vecinos la municipalidad hizo una inspección que reveló lo obvio: la Nave no cumplía ninguna normativa de construcción, así que le hicieron 25 observaciones indispensables para que siguiera abierta. Los vecinos, indignados con lo que consideraron una aplicación insuficiente de la ley, demandaron al municipio y lo obligaron a expedir un decreto de demolición el 31 de marzo de 2010 con un plazo de 30 días para cumplir la sentencia, pero el plazo pasó y la Nave seguía en pie. Varios funcionarios de la municipalidad han declarado que saben que la Nave Imaginaria puede ser un polo turístico y tener un efecto positivo y por eso no han asumido un mayor rigor contra ella. Pero esa flexibilidad volvió a enfurecer a una de las vecinas, que esta vez demandó al municipio por no cumplir su propio decreto, y exigió una indemnización de 30 millones de pesos chilenos (alrededor de 54 mil dólares).
La hora de zarpar
Esa demanda trajo una segunda orden de demolición que exigía además que se hiciera una licitación para contratar a la empresa que habría de retirar los escombros. La situación se había vuelto desesperada y todas las opciones involucraban sumas que el capitán no tenía. En su angustia buscó ayuda en la capitanía de puerto de san Antonio donde primero lo miraron con extrañeza, pero acabaron por ver que el tipo era un loco inofensivo con un proyecto bonito, así que lo remitieron a la capitanía de puerto de Algarrobo, que era la que le correspondía. Ahí volvió a repetir la solicitud, pero no recibió respuesta.
Preguntándose qué iba a hacer estaba cuando un día oyó desde dentro de la nave que llegaba un vehículo militar. Se asomó a la ventana y vio una patrulla de la que salieron 3 marinos. Uno de ellos lo vio y le dijo:
- Capitán, solicito permiso para abordar la nave.
Sorprendidísimo, agarró su cuchillo de palo que, dice él, es obvio que es un juguete, pero también es una actitud.
- ¿Me repite la instrucción? gritó desde la ventana.
- Solicito permiso para abordar la nave.
Sin entender qué estaba pasando, bajó, lo dejó pasar y el marino anunció que venía de parte de la Armada de Chile a hacer una inspección. Otra más, pensó el capitán, pero esta vez sabiéndose perdido decidió jugársela al cien. Le hizo al marino el mismito recorrido que le hacía a los niños. Lo “recluyó” en el calabozo y le echó cubetadas de agua, luego le dijo que si quería salir tenía que encontrar la escotilla secreta. Cuando la encontró lo hizo treparse por escaleras ocultas hasta el segundo piso, que es a prueba de adultos: tiene el techo tan bajo que para moverte cómodamente tienes que andar en cuclillas, viéndolo todo desde el ángulo visual de un niño. Ahí lo hizo aventarse nueve veces por la resbaladilla; de frente, de espaldas, de pechito. El inspector, dice el capitán, hizo todo lo que le dijo sin chistar.
Después lo llevó al techo de la casa, que equivale a lo que sería la cubierta real del barco. Ahí está el mástil, las velas y el puesto de vigía. El capitán cuenta que al subir a la cofa al marino se le infló el pecho y la mirada se le fue al horizonte, rememorando acaso su juventud, sus viajes por el mundo, aquellas épocas antes de que tuviera hijos, cuando lo único que lo despeinaba era el viento del mar. El capitán dice que lo vio en un momento tan íntimo, que lo dejó ahí. Bajó al puesto de mando y allá estuvo esperándolo tal vez media hora más hasta que bajó.
Cuando el inspector bajó vino el momento más complicado, porque venía evidentemente conmovido, con los ojos temblorosos y la garganta hecha un nudo, casi llorando, pero no podemos olvidar que este hombre era a fin de cuentas un militar, y un militar no se va a poner a llorar enfrente de otro hombre. Menos aún delante de un payaso vestido de pirata. Estuvieron viéndose uno frente al otro hasta que el inspector recobró la compostura suficiente para decirle:
- Capitán, he revisado la nave y comprobado que cumple todas las normas, así que procedo a hacerle entrega de su matrícula, su certificado de navegabilidad y su permiso de zarpe.
A partir de ese momento, por un gesto de buena voluntad de la Armada chilena que tenía más de pase mágico que de trámite burocrático, la Nave Imaginaria dejó de ser una casa y se convirtió oficialmente en un barco con bandera chilena.
Ya nadie la podría demoler.
Teoría cuántica en verso
Clifford Geertz, uno de los más respetados antropólogos estadounidenses, dice en un texto llamado Géneros confusos: la refiguración del pensamiento social que ha habido tal mezcla de géneros en la ciencia social y la vida intelectual que ya “lo único que falta es teoría cuántica en verso”.
En las paredes de la nave el capitán tiene escritas algunas fórmulas matemáticas. Señalándolas, él explica que la física cuántica reconoce en la actualidad varios tipos de energía. Reconoce, por ejemplo, las energías que existen en el presente –lumínica, calórica, eléctrica, etc.-, pero reconoce también la posibilidad de que existan las energías de lo que hubo en el pasado y, además, las de las cosas que van a ser en el futuro. Esas energías son los flujos cuánticos.
Cuando estaban rellenando los formularios con los datos técnicos de la nave, el inspector le preguntó al capitán por el motor. El capitán lo llevó al exterior, donde hay una red tubular llena de juguetes que él llama el Impulsor de flujos cuánticos. Ése es el motor - le dijo- y se alimenta de esos juguetes, porque con cada uno de esos juguetes un niño soñó. Esos sueños son lo que impulsa la nave.
Cuando terminaron de llenar los datos en los papeles el inspector se los entregó y ya estaba despidiéndose cuando al capitán Rodrigo Parra, que nunca se le acaban las ganas de jugar, se le ocurrió una pregunta y se la soltó así nomás:
- Oiga, dígame algo… ¿Qué pasaría si la Nave Imaginaria no fuera tan solo un
barco, si fuera también a la vez… una nave espacial?
El marino, que había hecho todo el número de esa tarde y quién sabe cuántas gestiones más para salvarle la vida a la Nave se le quedó viendo con cara de “no me vas a salir ahora con esa, ¿no?”. Lo miró fijo y cuando vio que el capitán seguía esperando una respuesta se llevó una mano al mentón y le dijo:
- Tengo un amigo en Aeronáutica Civil. Podríamos hablar con él.
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