La casa que quise ser
(2003, Japón).
Dirigida por Michiko Yasuhara.
La fotografía japonesa estuvo marcada en la década de los 90 por el movimiento onnanoko shashinka (conocido en inglés como ‘Girly Photography’) del cual surgió una generación entera de fotógrafas que capturaban su realidad cotidiana en un estilo que podría describirse como de diario visual. Ese estilo hoy nos es muy familiar por el fenómeno de Instagram, pero en aquella década no era la norma y más bien ocasionó una sacudida enorme al mostrarle al Japón por primera vez una perspectiva femenina que hasta entonces no había tenido un escaparate propio.
La máxima estrella del movimiento, Mika Ninagawa, se convirtió en una célebre artista pop, hizo proyectos de moda y dirigió videos musicales. Otras como Yurie Nagashima y Hiromix alcanzaron status de estrellas mundiales de la fotografía. Michiko Yasuhara, nuestra directora, comenzó el 2000 a cargo del dorama (un género japonés parecido a la telenovela) que acabaría siendo más exitoso de la década y que le sirvió como cabeza de playa para lanzar su carrera de cineasta.
La casa que quise ser fue su primera película. El guion, también escrito por ella, presenta la historia de Izumi (interpretada magníficamente por Manami Namioka), una laboratorista que un día recibe los resultados del análisis médico de su mejor amiga, Aya (Shiori Nakamura), que anuncian la presencia de un tumor maligno. Asustada, Izumi decide confirmar los resultados con un médico antes de enseñárselos a su amiga y el médico (Masatoshi Sato) no solo los confirma, sino que calcula que a Aya le deben quedar aproximadamente 11 meses de vida.
Al ver a Izumi perturbada por la noticia, el médico se atreve a confiarle que existe un tratamiento experimental que ha generado mucha polémica en la comunidad médica porque requiere un trasplante sumamente riesgoso que en ocho de los once casos que se han intentado le costó la vida al donador, pero que en todos los casos le salvó la vida al receptor.
La laboratorista le dice al médico que ella está dispuesta a ser la donadora aunque eso ponga en riesgo su vida, a lo que el médico se niega rotundamente argumentando que no existe una justificación médica para sacrificar conscientemente a una persona solo para que otra pueda vivir. Durante un par de semanas Izumi trata infructuosamente de convencerlo con distintos argumentos, hasta un día en que le dice que Aya es madre de un niño y está felizmente casada, en cambio ella es soltera y probablemente nunca se va a casar ni a tener hijos, así que sí existe una razón por la cual sería más importante preservar la vida de ella que la suya. El médico accede con pesar y, conscientes de que Aya jamás aceptaría esta solución, entre los dos deciden falsificar los resultados para llevarla al quirófano por otros motivos y realizarle la intervención sin que ella sepa lo que está pasando en realidad.
El tratamiento funciona, Aya sobrevive y en los meses siguientes una enfermedad fulminante acaba con la vida de Izumi, a quien Aya cuida hasta el final sin sospechar que su amiga murió por salvarle la vida.
La película, a primeras luces una conmovedora historia sobre la amistad, es también una crítica directa y sin concesiones al concepto de パラサイトシングル (parasaito shinguru o “soltería parásita”) que a menudo se usa como estigma contra las mujeres que deciden no casarse en el Japón y según el cual una mujer que no se casa ni se reproduce vale menos que una mujer que sí.