[Esta crónica se publicó originalmente en Replicante]
El concierto
En el escenario vemos a una banda de diez, doce personas. Sobresalen al primer vistazo dos muy altos que parecen raperos. Otro, un brasileiro que tiene tal carisma y dominio del escenario que parecería que lleva toda la vida dando conciertos. En los bongoes un moreno elegantísimo con pinta de cubano de los años cuarenta. Acá, delante de la batería, un flaco mediano, con más pinta de arquitecto que de otra cosa y que durante todo el concierto ha estado concentradísimo en su guitarra. En el teclado un pelón de traje que parece escapado de los Pet Shop Boys.
En el salón hay una emoción que es casi palpable y que va subiendo en todo momento. Casi todos los músicos que están en el escenario son presos que han obtenido un permiso especial para presentar hoy un disco que se grabó dentro del penal con canciones compuestas por ellos. Un par de ellos terminaron y salieron antes. La mayoría aún cumple condena.
Hace poco más de tres años, por iniciativa de una universidad de la misma provincia donde está el penal, un chico del que hablaremos más tarde comenzó a dar un taller de décima a los presos y algo hubo en esas rimas de formato antiguo que les despertó una cosa que nadie pudo haber previsto. El taller de décima fue cambiando de forma y los versos que hacían los presos pronto empezaron a convertirse en canciones. Cuando salieron las primeras se tiró la idea de hacer un disco con eso. Poco a poco, persona a persona, paso a paso una cosa llevó a la otra, el disco acabó por grabarse y esta noche lo están presentando en el Hotel Bauen, en Buenos Aires.
Afuera del hotel está estacionado el camión en el que se trasladó a los presos y en el que se los van a llevar de vuelta cuando el concierto termine. Ésa es la primera vista que recibe a las personas que vinieron y es un recordatorio inconfundible de qué es lo que hay esta noche. En los pasillos aquí y allá se ven guardias en actitud vigilante.
Dentro del salón del hotel donde están tocando el ambiente es otra cosa, una burbuja. Los presos cantan sus canciones, la gente responde. A cada cosa que hacen, el público responde con una emoción desbordada. Ellos ponen todo y la gente devuelve todo y un poco más. Durante el concierto hay momentos en que les acercan a sus sobrinos y los suben al escenario. Uno de los raperos que todo el tiempo ha tenido una actitud impecable de bravata hip hop ahora se pone en cuclillas, abraza a los niños, les acaricia la cabeza. Todos en el público al mismo tiempo tratan de pasar saliva y descubren un nudo en la garganta que no hace más que crecer. Los presos siguen tocando, la emoción sube aún más. Por momentos además de cantar, cuentan. Nos hablan de la vida en el penal, de todo lo que ha sido este taller convertido en grupo musical.
Uno de ellos, Juan Chilote (no es apodo), tiene el micrófono y está tropezándose con las palabras para poder transmitir todo lo que está sintiendo en ese momento. Voltea a ver a sus compañeros, voltea a ver al público, trata de contener la emoción y darle alguna forma que pueda resumirlo todo.
- Ésta fue la primera vez que entré por una celda y salí por un escenario, dice. De las
cuatro veces que estuve, ésta fue la que valió la pena.
Todo mundo contiene el aliento.
- Los jueces y las personas dirían que estoy loco por decir “qué copado que fue caer
en cana”, pero… ¡qué copado que fue caer en cana!
“Qué copado que fue caer en cana” es una frase en argentino que puede traducirse como “qué grandioso fue ir a dar a la cárcel”, y sí, en efecto, es una frase que es más fácil entender mal que entender bien. Para entender bien de qué está hablando Juan Chilote hay que hablar de toda la cadena de cosas que se fueron hilando para que Juan Chilote, argentino, ex presidiario, estuviera hoy en un escenario, cantando canciones compuestas por él y por sus compañeros dentro de un penal de la provincia de Buenos Aires.
Los de afuera
Para que un día pudiera acabar dando un taller de décima en un penal, la vida comenzó por llevarse a Lautaro Merzari de la Argentina a finales de los noventa. Empujado por algo que tal vez no podía definir en aquel entonces, pero harto del aire de engañifa neoliberal que se respiraba en la Argentina de Menem, Lautaro se fue para México. En México vivió durante años haciendo actos de clown y malabares en las esquinas del Distrito Federal, luego se compró una combi vieja y con ella se dedicó a recorrer el país.
Entre todas las cosas que se le cruzaron en esos años, la que le cambió la vida para siempre fue el son jarocho. En el son jarocho, a diferencia de otras formas de música, lo más importante no es el cantante o el solista, sino la comunidad. En el son jarocho no hay escenario ni hay barrera entre músicos y público. En su forma más pura, en los ranchos de Veracruz, el son jarocho es la música que los campesinos usan para acompañar la vida. Todos los asistentes a la fiesta participan, ya sea cantando, tocando algún instrumento, zapateando para marcar la percusión o incluso cocinando y distribuyendo la comida para mantener el cuerpo a tono con el espíritu. Las letras de los sones no pertenecen a nadie en particular, son parte de un patrimonio colectivo recordado y engordado entre todos y del que todos hacen uso sin inquietudes de derechos de autor ni mezquindades de crédito.
Cautivado, Lautaro se sumergió de lleno en el son de Veracruz. En algún momento lo alcanzó su gran compadre en la vida, Juan Pablo de Mendonça, un rubio con cara de marino portugués del siglo XV que cinco años después acabaría siendo el ingeniero de sonido del disco de los presos, y juntos pasaron meses en Veracruz aprendiendo y grabando. Al volver a Buenos Aires se juntaron con Jose Lavallen, su tercer mosquetero (quien luego acabó siendo el director musical del proyecto del penal), y ellos tres con otros músicos hicieron un grupo insólito que tocaba son jarocho, son cubano y vallenato en Buenos Aires. Ese grupo se llamó Alegrías de a Peso.
En Alegrías de a Peso se tomaban las cosas en serio. Tan en serio, que en vez de conformarse con tocar son jarocho desde el escenario y dárselas de ser los únicos en la región, iniciaron en el 2008 un taller que buscaba enseñarle a tocar son jarocho a todo el que quisiera y se acercara, con la idea de que con el tiempo los conciertos de Alegrías de a Peso pudieran dejar de ser conciertos y se convirtieran en fandangos, que es como les llaman en Veracruz a esas fiestas comunitarias donde todos participan.
El taller fue un éxito y poco a poco generó el único movimiento jaranero fuera de México que no fue impulsado por migrantes o hijos de migrantes mexicanos. Dentro del taller se cultivaban todos los aspectos que hacen único al son: tocar los instrumentos de cuerda con ese estilo rítmico tan distintivo, aprender a zapatear correctamente para acompañar, aprender cuáles eran los códigos para el contrapunto de todos los elementos y, por supuesto, ir memorizando y usando los versos del enorme caudal de versos tradicionales de Veracruz.
El elemento de la poesía tradicional era muy fuerte en el taller y se abordaba con la misma seriedad y el mismo respeto a la raíz campesina que se le daba a cada aspecto de la cultura jarocha. Tanto apego a unas maneras tan antiguas fue lo que llamó la atención de Alexandre Roig en 2009. Alexandre Roig dirigía el CUSAM, un centro de enseñanza administrado por la Universidad de San Martín en uno de los pabellones (la unidad 48) del penal de la provincia de San Martín. De ver a Lautaro y el taller de son jarocho de Buenos Aires, a Roig se le ocurrió que un taller de décima funcionaría bien en el CUSAM. Y sí. Tan bien funcionó que acabó convirtiéndose en un grupo musical que luego se convirtió en un disco que ahora se está convirtiendo en un proyecto de prevención social en los barrios marginados de Buenos Aires. Pero no nos adelantemos.
Los de adentro
Si tú le preguntas, el Tuco, José Castiglione, te platica sin ningún empacho de su primera época preso. En aquellos tiempos, dice, él hablaba sólo un idioma: la violencia. Si algo no le parecía, violencia. Si quería algo, violencia. La violencia era el lenguaje con el que él se comunicaba, para bien y para mal. Si quería algo tan sencillo como un traslado, la solución era armar lío con su compañero de celda. Una pelea, un enfrentamiento. Violencia. Pero en algún momento se le cruzaron los libros en el camino y a través de los libros descubrió otro idioma. A partir de ahí, en vez de armar bronca, hacía cartas. Cartas al juez, cartas a las autoridades. Solicitó libros. Pidió permisos especiales para estudiar. Los estudios eran una molestia adicional para todos porque se salían del programa estándar, que es tener al preso encerrado y ya. Los guardias tenían que hacer ajustes en las rutinas y en los planes porque el Tuco tenía que levantarse más temprano que los demás, los funcionarios tenían que cambiar los programas, se tenía que hacer un montón de cosas que a todos les incomodaban y todo eso, sólo para que el delincuente aquel pudiera estudiar. Cómo no pensaste en estudiar antes de meterte en broncas, le decían los guardias. Tuco, calladito, seguía estudiando. A punta de desmañanadas y de seguir perdiendo el tiempo con los libros, al Tuco comenzaron a tratarlo diferente. Le dejaron de abrir la celda con puteadas y ahora lo saludaban casi con respeto, aunque él no te lo dice exactamente así. Él dice: “De ahí, me saludaban en las mañanas como a un doctor”.
Rodrigo Alfonzo, que escribió el “Reggae preventivo”, es de los más jóvenes del grupo y tampoco tiene ningún problema en contar. Él cuenta que lo que se encontró en el penal es que la separación de su familia le dolía más de lo que hubiera pensado y más aún le dolía que esa separación se iba haciendo cada vez mayor. Tampoco los culpa, sabe que para la familia era un bajón que él estuviera preso y se imagina que una de las razones por las cuales no querrían verlo era porque se lo imaginaban sin solución. Convencerlos de lo contrario es algo que Rodrigo no sabe ni cómo hubiera comenzado a hacer, pero que al final no tuvo que hacer por sí mismo. Cuando a la familia le llegaron noticias de que Rodrigo estaba en otra, que hacía música, que estaba haciendo canciones, que era parte de un taller, las visitas volvieron a comenzar. El papá, después de verlo con el grupo, le mandó decir que en la próxima solicitud de la condicional, cuando le pidieran una dirección en el exterior (que es un requisito indispensable), diera la suya. Parece una nimiedad, pero la vez anterior que Rodrigo le preguntó si podría dar su dirección en la solicitud la respuesta fue que para él Rodrigo ya no existía.
El que no habla tanto a la primera es Patón. Patón, o Ariel Argüello, es alto, altísimo, y tiene la pinta del rapero arquetípico, como de video de los noventa. Alto, duro, de mirada como de águila, Patón tiene un carisma peculiar y por eso resulta raro que siempre intente evitar hablar. Lo evade. No quiere. Le da vueltas, rehúye y luego cuando finalmente se suelta, ya no lo para nadie. Es una cascada que se te viene encima. Igual Diego Tejerina. Diego parece que no tiene tiempo que perder, anda de un lado para otro, no se detiene nunca. Es alfabetizador dentro del penal y además vive todo el tiempo en brega por hacer que se respeten los derechos de los presos. Cuando uno se entera de que es alfabetizador le resulta raro que no trate de comunicarse más, pero esa renuencia de Diego a hablar tal vez se puede explicar como una costumbre adquirida. De niño le tocó vivir en uno de esos barrios pobres que en Argentina se llaman villas. Su villa estaba en frente de un barrio muy rico y la primaria la empezó en una escuela pública llena de niños de clase media. Ahí, aunque el idioma de todos era español, había distintos tipos de español y el español villero de Diego lo delataba enseguida. Lo marcaba. Por eso tal vez se le antoja muy poco hablar. Pero por haber estado ahí descubrió algo que tal vez no hubiera notado si no le hubiera tocado convivir con la gente de otra clase social: que de su villa a la cárcel existía un puente directo. Que la gente de la villa está presa desde que nace y que para romper ese destino manifiesto se necesita educación. La educación que él tuvo que abandonar porque su acento villero lo delataba y lo marginaba. Por esa razón Diego es reservado y por esa razón es alfabetizador.
Y cuando se habla del tema de un grupo musical de presos, hay varias preguntas que vienen inmediatamente a la cabeza. ¿Cuántos integrantes tiene el grupo? (respuesta: el número varía. No hay un número fijo porque están sujetos a traslados que no siempre dependen de ellos. Algunos incluso ya terminaron su condena y sólo regresan al penal a ensayar). ¿Cómo ensayan? (respuesta: el CUSAM tiene un centro de enseñanza dentro del penal donde se dan talleres de oficios y temas diversos. Ahí están los instrumentos y ahí se reúnen para ensayar).
Tal vez la más peliaguda de las preguntas que me hacía a mí la gente a la que le platicaba que estaba escribiendo sobre ellos era ¿qué hicieron los del grupo para que los condenaran? En una visita de prensa, a un reportero de un diario de renombre le dio por preguntárselo directamente a Fabiano Pereira, el brasileiro. “Si tú lo que quieres hablar es de delitos, vete a leer expedientes. Yo me senté contigo para hablar de la experiencia de este proyecto”, le respondió Fabiano. Si la reacción parece exagerada, tiene una explicación sencilla: detenerse a hablar de lo que hicieron ellos para estar encerrados equivaldría a reproducir el aspecto más inútil del castigo carcelario: reducirlos al error que cometieron una tarde.
El proyecto
Siendo realistas, quitándole una pizca de fantasía e hipérbole, la verdad es que este taller debió haber sido un programa burocrático más, cumplido puntualmente y que por único resultado arrojara un informe largo y tedioso en lenguaje académico que se podría resumir en dos líneas: El profesor vino, los presos tomaron el taller, se produjeron algunos versos, la experiencia fue positiva; vale la pena repetirla para obtener conclusiones más definitivas.
Pero no. Resultó que este taller despertó algo imposible de prever. Podría decirse, jugando un poco con las palabras, que los presos no sólo “tomaron el taller” en la acepción de “lo recibieron”, sino más bien de “lo hicieron suyo”. El profesor no sólo asistió, sino que ante la respuesta de los presos acabó por sumar a otro profesor para que le ayudara a canalizar esa vena musical que le empezó a salir al taller. Alimentado con toda esa poesía campesina, el taller acabó desbordándose igualito que los ríos del campo. Y aún estando estupefactos con todo lo que estaba pasando, profes y presos tuvieron la claridad de entender que ya no había marcha atrás. A ese caudal desbordado no se le podía construir una presa, iba a haber que encontrar la manera de canalizarlo. Fue entonces cuando fueron por el ingeniero de sonido para grabar. Después del ingeniero vino un fotógrafo y una cineasta. Lo que empezó como un taller de poesía decimonónica acabó como una experiencia que con cada paso desarrollaba nuevos niveles.
Qué bien, qué bonito, piensa uno cuando lee un artículo que empieza contando la historia por el concierto donde los presos presentaron el disco fuera del penal. Cómo no iba a ser así, si los presos son humanos, los muchachos que dieron el taller están llenos de talento y el ángulo de hacerlo desde un penal hasta le da un toque especial al asunto. Pero siendo honestos y realistas, un proyecto así más que una apuesta segura es un quebradero de cabeza que detrás de cada obstáculo va a ofrecer un obstáculo más y detrás de ese, otro. ¿Por qué? Porque es un licuado en el cual los ingredientes son autoridades universitarias, autoridades carcelarias, presos y personas en libertad que tenían que plantarse como maestros ante una persona que lo último que quiere es ver una autoridad más en su vida cotidiana. Cada aspecto del proyecto fue remar contra corriente, o “remarla”, como dicen en la Argentina. Remar para que se aceptara al segundo profe, remar para se escuchara la idea de grabar un disco, remar para meter el equipo para grabar en la cárcel, remar para resolver la logística de los músicos que se sumaron a la grabación del disco (un ícono del rock argentino, Sergio Dawi, saxofonista de los legendarios Redonditos de Ricota; Miss Bolivia, estrella del mundillo del dancehall y el rap argentino; Ana Sol, percusionista extraordinaria y cantante de reggae; Juan Azar, virtuoso de la guitarra fogueado en las peñas de tango de Almagro; Andrea Prodan, hermano del mítico líder de Sumo, Luca Prodan), remar, remar, remar. Remar con esperanza pero sin la certeza de llegar a la orilla: el concierto en el Bauen. Tres años de trabajo, trámites burocráticos, trámites judiciales, logística y labor de convencimiento que culminaron en un concierto de menos de dos horas en un escenario.
Cuando las luces se apagaron, cuando el sonido se fue apagando dentro de la cabeza de cada uno de los asistentes, cuando todo mundo acabó de comentar lo que había sido esa noche, cada académico, cada periodista, cada familiar de un preso y cada persona del público estaba en su casa o en casa de algún conocido. Los presos no. Los presos estaban de vuelta en el penal. Si para una persona en libertad un concierto es un evento efímero, pasajero e inapresable, ¿cómo será entonces para una persona que lleva catorce años encerrada? Si a un artista reconocido y apreciado le pueden dar escalofríos al ver una sala vacía después de un concierto y escuchar ese silencio, que más que silencio es la ausencia de todos los gritos y las emociones que había antes, ¿qué sentirá una persona cuyo after-party es un traslado de una hora en un camión y luego la mismita celda de los catorce años que precedieron al concierto?
Tal vez eso fue lo que llevó a los presos a darse cuenta de que los tres años de taller, la banda, el disco y el concierto, toda esa experiencia que les había transformado el mundo por completo, simplemente y llanamente no bastaban. Ellos, que habían vivido todo el proceso de deshumanización de la cárcel, un proceso que empieza por despojarte de tus derechos civiles y pasa por aislarte y convertirte en una persona que sólo se tiene a sí misma para enfrentar cualquier vejación, ellos se dieron cuenta de que no bastaba con que quince individuos vivieran una experiencia transformadora. Esto que ellos habían vivido tenía que convertirse en algo tangible que pudiera ser transmitido.
Dándole vueltas a esa idea vino la propuesta de convertir el taller en una carrera técnica. Una carrera técnica de gestores culturales que les dé a los presos una preparación profesional y un certificado real que les permita regresar a las villas a replicar este modelo (ser multiplicadores de esta experiencia, en palabras de Diego Tejerina), llevando al barrio lo que ellos no tuvieron: una opción. Una opción que seguramente no es la panacea de todos los males de la pobreza, pero que es un salto cuántico con respecto a lo que hay ahora: ninguna opción. Materializar esa carrera técnica con certificación será el siguiente paso de este proyecto, y es en lo que están trabajando actualmente.
Los ataúdes
De las tumbas quiero irme / no sé cuándo pasará / las tumbas son pa’ los muertos / y de muerto no tengo ná. Es la letra de una salsa de Ismael Rivera sobre el tema de las cárceles y la metáfora no es gratuita. Las personas que van a dar a la cárcel no sólo son encarceladas durante el tiempo de su condena; son prácticamente destinadas a vivir el resto de su vida en una prisión. La primera, la más evidente, es el recinto carcelario. La segunda, al salir, es intangible y difícil de delimitar. Es una cárcel sin rejas ni paredes de concreto pero que igualmente los aísla y los obliga a vivir en una marginación social que les niega derechos, les bloquea posibilidades de reinserción y los va llevando a empujones hacia la reincidencia. El ir a prisión equivale, para fines prácticos, a una condena de muerte civil.
La prisión como castigo es un método más bien reciente: tiene apenas doscientos años. Salvo en algunos casos de excepción, a los convictos antes no se les dejaba encerrados, sino que se les aplicaban penas corporales o económicas. Con el establecimiento del sistema de aprisionamiento a largo plazo se buscaba, en muy reducidas cuentas, humanizar el castigo y rehabilitar al delincuente.
Pronto se vio que en vez de ese resultado, las cárceles producían el resultado exactamente contrario: los criminales peligrosos no se rehabilitaban y los criminales menores se endurecían y salían encaminados a la ruta casi segura de la reincidencia. La cárcel, es bien sabido, es una especie de universidad del crimen. Tenemos entonces que el método del encarcelamiento no tiene realmente una eficacia nula: tiene una eficacia negativa.
La experiencia del taller de décima en la unidad 48 del penal de San Martín obviamente no representa la solución a todos los problemas del sistema penitenciario mundial, pero sí deja claro, incontrovertiblemente, lo eficaz que puede resultar asumir las cosas desde otra perspectiva. Probar ángulos nuevos.
Y otro buen ejemplo de los buenos resultados que se pueden obtener probando nuevos enfoques es justamente el Bauen, el hotel donde se presentó el disco de los presos. El Bauen, cuando la crisis del 2001 en la Argentina, fue una de esas empresas que el dueño trató de quebrar para evitar hacer frente a sus deudas, argumentando que era insalvable.
Cuando el dueño trató de quebrar el hotel, los trabajadores se organizaron y lo tomaron. Este caso, y otros que se dieron a lo largo del país generaron un movimiento de trabajadores que asumieron empresas que ahora se conocen como empresas recuperadas. La primera reacción a eso, por supuesto, fue acusar a los trabajadores de que estaban tomando las empresas sólo para rematar o malbaratar sus activos. Con el tiempo y con mucho trabajo se vio que en realidad lo que estaban haciendo era defender su derecho a trabajar, y a punta de trabajar y trabajar han ido superando los estigmas sociales que conlleva la toma de empresas. Ahora hay cientos de casos de empresas que fueron tomadas por los trabajadores al borde de la quiebra y que están funcionando y produciendo. El Bauen es quizá el ejemplo más conocido de ello.
En el Bauen, volvemos a la escena del concierto. En el público se ven rostros transfigurados, gritos de orgullo, mucha emoción, mucha alegría. En el escenario se ve una banda de músicos haciendo lo que los músicos hacen. Diez o doce personas trabajando. Una banda. Una banda de personas que hace tres años sólo podían ser individuos, porque a eso te obliga la cárcel. A hacerte, sí o sí, un individuo que sólo se cuida a sí mismo. De eso va a hablar Patón al final del concierto cuando agarre el micrófono para presentar a los músicos. Patón empieza por agradecer “…a la gente del CUSAM, a las autoridades, las universidades, los penitenciarios y los que han hecho posible que nosotros estemos acá, a pesar de que tenemos un pasado pesado”, dice. “Nosotros alguna vez hicimos algo mal, las cosas mal y hoy en día lo estamos haciendo a la inversa y nos salen bien las cosas… como esto. La onda es cultura, arte, educación y deporte. Y sobre todas las cosas, unión; individualismo… no hay”. Y remata: “Dejemos de hacer escuelas de delincuentes, vamos a hacer escuelas para educar”.
La clave de todo el proyecto estaba ya en uno de los primeros versos que se escribió en un ejercicio colectivo bien al principio, cuando sólo había un taller de décima. Es el verso, por cierto, del que salió el nombre del disco:
Mis rimas de alto calibre
y mis buenas actitudes
me hicieron pensar un poco
y olvidar los ataúdes.
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